La parsimonia del decorado en los pasillos del edificio anunciaba a bostezos el drama de la espera que se presentaba, sin mucha ceremonia, una vez dentro de la oficina de Keller. Sin embargo, entrar era como ser escupida a la fuga apremiante de lo estático, palpable. Un espacio dentro de otro descobijado de toda piel y desesperando de sí. Había drama en la espera.
El picaporte ya había girado, y otro crujido que no era como el de sus huesos encontró a Anna en la nuca y la dejó crisparse, imperceptible al testigo ocular crónicamente ausente de su vida, y también a Anna misma que poco o casi nada se enteraba de lo que aún sentía. Como el bajo continuo de una sinfonía maldita, el cauce que desde su coxis alimentaba miles de corrientes fluía continuo por los nervios de su cuerpo, eran las únicas notas que hacían audible la vida de Anna y a la vez la tornaban sorda.
—¿Cuánto le duele?
¿Cuánto? se repetiría Anna, imperceptiblemente avismada por su soledad, palpable en la rugosidad interna de su garganta, y el aire entrando como a un guante de goma, demasiado grande y demasiado pequeño. Habiendo caducado como cuantificador del dolor, cuánto no podía costear la generalidad que lo avalaba. Era evidente que sólo podían preguntar cómo. Era evidente, se repitiría Anna, y no le sorprendió aprender semanas más tarde que no era la única que tenía que usar el espacio entre los reglones del formulario para escribir su respuesta:
“Imagínese que usted quisiera que yo le escuchara, imagínese que precisa de mi exclusiva atención. Ahora imagínese que el ruido en esta habitación no me deja escuchar sus palabras, y cuando me pregunta ¿cuánto le duele? por más que quisiera, no podría responderle, pues sólo veo cómo mueve los labios, no escucho lo que dice y no puedo responderle”.
***
Año 2099. Se podía calcular todo, cuantas unidades calóricas necesitabas para mantenerte viva, cuánto podías trabajar sin quejarte, cuánta radiación podías tolerar, y si podías costear de-radiarte. Si eras curiosa, impulsiva, si podías razonar; si utilizabas toda tu fuerza para abrir una lata, un frasco atorado, para empujar una puerta; conocían las oscilaciones de tu ritmo cardiaco de noche, y si les hubiesen prestado atención podrían inferir tus pesadillas. Sabían que no repararías en los detalles que habían dejado ahí para ti, pero sí en otros, por la determinación de tu pupila, fija e inexpresiva, como la persona que ha visto un fantasma, pero debe esconderlo para que no la crean loca. Otra mutación que nadie sabía qué efectos tendría, habiendo ya demasiados efectos sin causa atribuíble, ¿alguien llevaba la cuenta?
Mientras aún se precisaba de la función descriptiva del lenguaje que la escala del 1 al 10 no podía proporcionar, el dolor seguía buscando espacio entre los reglones para contarse, y ocurrió lo que nadie había calculado, mientras más crecía la levadura de metáforas, símiles y alegorías, más vaciaban el valor cuantificable del dolor, aunque la división de salud pública las descartó por imprecisas y excepcionales. Si había un patrón, a primera vista no alcanzaría la regularidad de una gramática. Pero las notas se multiplicaron, y con la excepción de conjunciones, signos diacríticos, artículos, ninguna combinación de dos palabras era igual a otra y la infraestructura humana no pudo disfrutarla, buscando lo que ahí no estaba, insensibles al milagro de la anomalía. El dolor nunca desistió de buscar su propio lenguaje, aún cuándo nada cambió en los formularios de autoevaluación, ni siquiera el escaso espacio dónde se incrustaron los brotes de libre albedrío de los que nadie daba cuenta, aunque se lo asumía, claro, bastión del Departamento del Buen Morir (DDBM), palabras como ‘intrínseco’, ‘natural’, maquillaban la ausencia de formalización agazapada en el resquicio de que tal vez no fuesen codificables, pero siempre quedaba algo: eso que se resbalaba de las manos como un pescadito chiquito, una nota al margen que nadie tomaba en cuenta y que por eso pudo persistir en el tiempo, fuera de control.
—¿Cuánto le duele?
¿Cuánto?, se repetiría Anna, imperceptiblemente avismada en el cálculo. Lo suficiente, como para proceder con mi solicitud si fuese garantizada el día de mañana. Esta era la opción uno, que al ser seleccionada te pedía escoger entre otras cuatro:
A) la siguiente semana;
B) durante las próximas cuatro semanas;
C) dentro de los próximos tres meses;
D) dentro de un año.
Anna no había completado esa sección, y ahora que Keller la miraba a ella extendida en el sofá verde, la diferencia entre una opción y otra podía ser un pinchazo en el espectro de lo sutil.
—¿Cuánto?
Keller parecía buscar un contraste en la expresión que ofrecía la mujer extendida en su sofá verde, inmundo.
Ella; la viva imagen de la placidez desesperando de sí misma, pero sin arrancar de sí ni abandonarse. Esperando. De cara a la fogata, tibio el rostro al pavimento, y la lluvia se desata como quien dice algo que fue repetido sólo para que no se perdiera; un testamento en el gesto de la boca cerrada sin callar nada.
Keller preguntaba. Anna escuchaba en ecos de otro tiempo la invitación a la respuesta, y en sus propios ecos en palabras de otro tiempo, la pregunta proferida por un hombre similar, igualmente serio.
—¿Te duele mucho?
Disimuló su risa. Seguía en el sillón verde. Las persianas de madera terciaban sus piernas en rectángulos gris y crema. Tajantes cuando soltaba los objetos que se avecinaban a la pupila contraída. Y cuando la soltaba, diluidos en los contornos espumosos todos seguían ahí. Lo poco que había se repartía la luz insuficiente para aparecer y ser visto.
Con los ojos apenas abiertos, todo pupilas, otra ceguera se ofrecía a la percepción.
Solicitada la muerte había trocado misterio por ineficiencia; su misteriosa demora, casi incalculable por ineficiente; nadie sabía cuándo iba a llegar. Ilocalizable en el nuevo orden de la Nueva República, en que debíamos asumir existía. Tal como si existiese, Keller celaba su entrega con todo el tiempo del mundo.
Su respiración no era más pausada que la de Anna, sus tejidos, tendones, color, parecían sugerir una irrigación similar en ambos cuerpos. Biológicamente, Anna especulaba, la vida les trascurría igual, pero tal vez su cuerpo debía creer que tenía todo el tiempo del mundo.
La vida sin dolor era el privilegio de otra especie. Sus representantes vivían días más largos, contaban vasos medio llenos. Y en esa oficina que transpiraba contagio. ¿Dónde escondería un minuto que la dejara a solas con su tiempo mientras Keller extinguía el suyo a destajo?—como si fuese solo suyo.
Fuera de ese bunker añoso, la radiación había reescrito la historia de la adaptación animal cerrando el capítulo con una tabla de disminución exponencial y luego geométrica de todas las especies. La muerte y su matemática en quiebra. El capítulo cerraba con tres observaciones:
A) La pérdida de hábitat es una de las principales causantes de la muerte de las especies.
Claro, el hambre acentuó el curso de la migración de manera visible. Anna recordaba haber convivido con coyotes por un periodo breve. Sabía que en su círculo no se podían costear mascotas; las raciones de comida y agua estaban calculadas para el mínimo sustentable de acuerdo a edad, bioidentidad y nivel de actividad. No estaba prohibido compartir la propia ración, pero su incurrencia sistemática derivaría en el reajuste de las porciones al generar pruebas de que se podía vivir con menos.
Por eso de pequeña Anna optó por educarse. En ese tiempo existía un porcentaje de personas que transformaban el conocimiento sobre la información en la "suerte" que no tuvieron al nacer donde lo hicieron.
Mucho antes que los coyotes fueron los macacos de Bali que vivían en las ruinas de la floresta adyacente a los templos. Por casi cincuenta años, estos macacos comieron la misma dieta y bebieron la misma agua que los turistas cargaban en sus mochilas, botín que se revelaba tan pronto se le quitaba al humano uno de sus objetos totémicos. El regateo tomaba menos de un minuto, sin cruzar miradas, como si se tratara de un papelillo de cocaína en una esquina oscura y urbana de otro tiempo. ¿Acaso esa historia no necesitaba narrarse también? ¿Acaso ellos no necesitaban narrarse? Así como se turnan las parejas humanas para soltar sus monólogos y pedir confirmación, como los blogs. La sola idea de que hubiese otra vida desplazándose por la superficie externa podía desatar un ataque de angustia. Y no pensar en eso se sentía peor, como eliminar de un borrón el mundo, o diluir la palabra hasta hacerla homeopática.
La muerte que consultaba en el oráculo de las páginas que de vez en cuando se dejaban escuchar como el crujido de hojas; esa muerte que la casta bien nacida había conseguido transformar en un privilegio solo porque podían asistir de pie a su reticencia. Otra aproximación floja a lo que estaba sucediendo, se reprochó Anna, pues habían otras narrativas, incluso no institucionales, pero igualmente insatisfactorias, como el hambre que se escucha en la tripa pero no apetece nada, malacostumbrada a sí misma se seguía prefiriendo o constatando como el aliento proyectado para la propia nariz, tal vez a veces reprochable pero no alarmante; así mismo, el tiempo del fin prefería seguir infringiéndose su propio eco.
La demora era incomprensible. El óseo replicar que Keller pretendía recuperar de esas páginas blancas; tres reglones, caracteres 0; un punto (por formalidad) insuficientes para armar una escena.
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